jueves, 4 de octubre de 2007

Los tiempos de la cometa


Raúl es un viejo conocedor de los secretos para volar cometas, los aprendió de su padre y ahora quiere que su hijo, David, continúe con la tradición.

Él cuida cada detalle antes de empezar con su labor de vuelo, indicando a su pequeño hijo el lugar preciso para hacerlo.

Un terreno amplio en el que el cielo se vea con claridad es el espacio adecuado para intentar el despegue del barrilete.

Uno, dos y hasta 15 pasos cuenta David, con cometa en mano, antes de levantarla de cara al sol, en espera de que el viento sople a favor y permita su vuelo.

A la distancia Raúl habla fuerte intentando dirigir los movimientos de David, quien sin desdibujar la sonrisa en su rostro, sigue atentamente las órdenes, entendiendo que de ello depende el éxito o fracaso de su misión.

La brisa azota y el cielo se ve despejado. La cuerda que sostiene Raúl está tensionada y en las manos de David está el barrilete, que si pudiera hablar diría: suéltenme que yo me voy.

En unos instantes, eso es precisamente lo que ocurre. El papá le grita a su hijo la palabra clave: suéltalo. Y allá va, primero dando tumbos ondeantes y luego gracias a la experiencia del “viejo cometero”, elevándose firme por el cielo azul, que lo espera para probar de qué está hecho.

David, quien observa atentamente, ríe y corre al encuentro con su padre. Éste trata de sincronizar los movimientos de sus manos para equilibrar el vuelo del barrilete que él mismo le fabricó como regalo de cumpleaños.

“Papi yo quiero volar”, dice emocionado David; “espérate que esto es con calma”, replica el padre.

Sin perder de vista la cometa Raúl hace un nuevo llamado al pequeño, esta vez con el propósito de entregarle la responsabilidad de mantener en lo más alto la frágil cometa, que cada vez se aleja y se ve insignificante en la inmensidad.

Por fin se da para David lo que durante casi media hora estuvo esperando: tener en sus manos el que para él ha sido el mejor obsequio que le han podido dar en su corta vida.

Con el cambio de dueño, el barrilete se nota inestable, como exigiendo que lo dejen en paz, pero sólo es cuestión de segundos lograr que se acostumbre a unas nuevas manos que comienzan a soltarle más cuerda, pretendiendo llegar más lejos.

Raúl alerta al “nuevo cometero” sobre el riesgo que se corre queriendo llegar más alto de lo que se puede, “como no te avispes se te acaba el hilo y te quedas sin nada”. Un buen punto que David no sabía pero que desde ahora quedará registrado en su memoria para vuelos posteriores.

Pasa el tiempo y el pequeño sigue concentrado, calmado y acostumbrándose a la sensación de calma que produce sentir el movimiento del viento guiando las manos.

El ciclo se estaba cumpliendo, un abuelo que enseñó a un padre y éste que enseña a su hijo, eran la mejor muestra de la manera en que una tradición puede sobreponerse al paso de los años.

Este fue un ejercicio en el que David aprendió una nueva experiencia, que aunque sencilla lleva consigo el valor incalculable de una cultura que se resiste a ser olvidada y que ahora él podrá extender.

Para Raúl y su hijo más que un juego se trató del primero de muchos vuelos juntos, en el que algo queda claro y es que la cometa, como el ser humano, se eleva más alto en contra del viento, no a su favor.